17 diciembre 2009

04 diciembre 2009

Control de plagas

Fue un día largo y pesado. El trabajo, estuvo más pesado de lo habitual, hoy los clientes me gritaron mucho, mucho, muchísimo.
Llego a mi casa, desde que piso la vereda sólo puedo pensar en sacarme los zapatos y tirarme a mirar el techo, o una serie, o la nada misma. ERROR! La puerta está trabada con la llave de mi madre. Me cuelgo del timbre hasta que consigo que lo escuche, lo registre, lo asocie con la presencia de alguien en la puerta y venga a abrir. Abre, (por supuesto, escucho -por encima del timbre del que sigo colgada- que viene gritando "Ya va, ya vaaaaaaaaaaaa!) cuando me ve, lejos de sentir culpa por haberme dejado otra vez afuera con su maldita llave a medio girar trabada en la puerta, me mira con una cara de decepción tal que me da un poco de culpa haber llegado. Pero llegué.
Me saco los zapatos, la mochila, el Mp3. Saco lo que hay en el bolsillo de atrás de mi jean y me lo saco también para estar más cómoda. Un peso con cincuenta en moneditas de diez y cinco centavos salen dispersándose para todos lados de los bolsillos de adelante. Por favor, que termine el día.
Junto las que puedo, me termino de poner cómoda, me doy una ducha y reviso la heladera en busca de algo de mi agrado (son casi las doce de la noche, y todavía puedo escuchar a mi profesora, Valeria, hablando sobre quién sabe que mientras todos los demás en el aula miran la hora en el reloj, hasta que por fin nos libera, a cualquier hora como es su costumbre.
Ante la tristeza de una heladera que no tiene más que agua, mermelada de quién sabe que, un Bon o bon blanco para un aniversario que no llegó ni llegará, y una mancha que en una semana, posiblemente se convierta en penicilina, decido, finalmente, irme a dormir.
Prendo la tele, apago la luz y me meto en la cama, pateo una frazada, después la otra, y finalmente noto que hace calor. Bien, va llegando el verano, por fin -me digo-. Apago la tele, y con el resplandor de la luna que apenas entra por la ventana, veo algo que se mueve en la pared a mi derecha. Prendo la luz, y efectivamente, lo peor está pasando. Me voy metindo bajo la sábana, mientras lamento haber pateado las frazadas, cuando de repente, pasa lo imposible, lo espantoso, el horror: vuela.
Una maldita, horrenda, enorme y mugrienta cucaracha voladora, en MI pieza. Y yo, fóbica como pocas, hago lo que me dice mi instinto... ahhhhhhhhhhh (si, grito) Y ah, ahh, y más ahhh. Grito hasta que llega mi madre, que para mí, en esa circunstancia particular, es prácticamente Dios, o Alá, o Gramby (los verdes y los azules). Lo mismo me da. Ni pregunta, camina hacia donde esta la bicha, y yo por un costado me voy escurriendo.
Fuera bicho, fuera bicho, fuera bicho. Y vuela otra vez. Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!!!
Puteo en tres idiomas, un dialecto y dos disciplinas científicas, y puedo por fin, salir de la pieza, a buscar el veneno, claro, mientras lo hago, se escucha el fatídico zapatillazo que termina con la vida de la maldita bicha. Voy hacia allá en busca del cadáver, de la comprobación de la muerte y la encuentro muerta, aplastada con lo que sea que tienen por dentro desparramado, pero en el otro lado de la pieza.
Ppppero, si estaba allá (señalo la pared donde la ví antes) Y ahora está acá, -dice mi madre, con cara de "son más de las doce de la noche, cortala con la huevada y dejame dormir"-. P, pppero... y si hay otra? Decile que venga, que tengo una zapatilla azul que la espera.
Me calmo un poco, prendo la radio del estante para apagar mi radio en mi cabeza, y eventualmente, después de un largo rato y muchas vueltas, me duermo.